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Jesús Mª García Rodríguez

La noche del milagro

Jesús María García Rodríguez
Del Instituto de Estudios Históricos «Pedro Suárez» (Guadix)
Publicado/editado: 2003

El cura, don Ramón, que era capaz de abrir el baile con la Reina de las Fiestas sin el más absoluto atisbo de escándalo de las entrañables abuelas barranderas, andaba por aquellos días preocupado por la preparación de la fiesta de la patrona, la Virgen de la Candelaria. Por su mente aleteaban músicas ya casi ocultas por el fenómeno pop y demás elementos contaminantes de la purísima fuente autóctona, gravemente enturbiada por ye-yés y otras especies.

El año anterior se había cantado en la iglesia parroquial de la pedanía la Misa de Gozos de Galera y el párroco pensó que podía ser una posibilidad echar mano a cuadrillas similares a la de la localidad granadina -que estaban muriendo a chorros– y ponerlas a cantar.

—¿Por qué no convences a la gente de tu pueblo —me propuso una tarde en casa de mi entonces director Diego Amores— para que venga la noche del día de la Candelaria? Yo me encargo de buscar más cuadrillas.

Si a mí no me fue fácil persuadir a los míos por el agobiante complejo de inferioridad que sobre ellos ejercían los modernos, ¿qué no le costaría al entusiasmado cura?

Con el R-5 verde que tenía recorrió polvorientos caminos, estrechas calzadas de dudoso asfalto, empinadas callejuelas de la comarca… para localizar a una tuna de estudiantes de Cehegín, que, si no era exactamente lo que se buscaba, al menos trajeron el júbilo. Persuadió así mismo a una cuadrilla de Caravaca en que había músicos de todas las edades, ideologías y condiciones. Se trajo también –quizá el milagro más grande– a músicos de Cañada de la Cruz que aquella misma tarde, para venir a Barranda, debieron encerrar aún con sol a sus ovejas.

Y los componentes de la inexistente cuadrilla de Barranda, que para eso oficiaba de anfitriona. Éstos entre deslumbrados e incrédulos, tuvieron que buscar apresuradamente en desvanes y olvidados rincones las guitarras. Y hubieron de ensayar precipitadamente. Tuvieron que llamar a quienes se habían ido años antes para que reforzaran no sé si el punteo o el acompañamiento. Lo cierto es que, desde el primer momento, dieron la talla. No recuerdo los nombres de todos y cada uno de ellos, lo siento. ¡Son ya veinticinco años!

Cuando se echó la noche de aquel día 3 de febrero de 1979 se abrió, lleno de una acogedora luz, aquel almacén frente a la gasolinera. Habíamos pergeñado una especie de programa en el que se disponía el orden de actuación, que también he olvidado, así como los temas que compondrían el repertorio de cada grupo.

Naturalmente, cada cual debía aportar su especialidad. Y desde los «Clavelitos» de los cehegineros, pasando por las pardicas, las parrandas, las seguidillas, las «aguilanderas», las auroras… llegamos hasta la interpretación de un fragmento de «El sitio de Zaragoza».

La noche, con la presencia de un equipo de Radio Nacional de España que grabó y difundió luego a lo largo de varias semanas el portento, fue gloriosa. Porque al principio–y esto lo he dicho en otros lugares– parecía que las cuadrillas aprovechaban la nocturnidad para perpetrar un delito, según estaba el panorama musical de aquel momento, absolutamente dominado por formas en absoluto nuestras. Esa sensación debió fijarse fuertemente en mí cuando, al año siguiente, escribía estas palabras en el Programa del «II Festival Comarcal de Música de Cuerda»:

«Pero para eso está aquí Barranda vibrando con los bordones y panderos. Barranda esta noche ha abierto sus puertas (como tantas veces ha hecho), a los perseguidos e ignorados, estos héroes de nuestra cultura, para quienes este Festival debe ser un homenaje.

Bien merecido lo tienen tras el largo período de desprestigio que han sufrido, cuando otros cantos, otros modos, otras costumbres, se han apoderado de nuestras voces».

Después de la música surgieron el vino y el pan compartidos. Porque la organización, el cura, habían conseguido –aún no me explico cómo– un presupuesto suficiente para dar cena a unas sesenta o setenta personas en el bar de «El Candiles». Y de allí, de aquella noche surgió el milagro: superar complejos, recuperar los agonizantes cantos, reavivar las adormecidas cuadrillas, establecer escuelas de música ancestral, ser un ejemplo seguido después por no pocos pueblos, organizar y vivir una fiesta anual declarada de interés turístico…

Tenían que ser Barranda  y sus Animeros, porque ¿quién puede dar más?